21.1.07

In Memorian III

Anécdotas de Don Joaquín Gutiérrez sobre Calufa
Hijo de un malagestado zapatero y una dulce campesina de Alajuela, era de hombros anchos y muy fuerte. Cuando lo conocí ya había tenido una notable participación, al lado de Manuel Mora, en la gran huelga bananera de 1934 contra la United Fruit Company, adonde años antes había ido en busca de trabajo. Y desde entonces gozaba entre los linieros*, de un gran prestigio por su rectitud, efervescencia y valor personal. No ocultaba un ligero menosprecio por los ‘intelectuales’, considerándonos incapaces de las tareas bravas a las que él estaba acostumbrado, y llegando a veces, francote que era, a reprochárnoslo. Era común encontrarlo en el local del Partido —allí incluso tenía un improvisado dormitorio (un colchón en el suelo)— o de visita en casa de Carmen Lyra. Exageraba su tosquedad de un modo un poco infantil, para así dejar muy en claro que él no era un ‘intelectual’, afán este en que a veces se le pasaba la mano. Recuerdo la vez en que Carmen Lyra, que tenía su pelo muy ralito, para cubrir un asomo de calvicie se había tejido un gorrito de ¡ana verde, de un verde muy verde, y Calufa apenas la vio le dijo delante de todos: —Ay, ay, ay, miren a Chabela, igualita a una lora!— lo que a ella le humedeció los ojos y a él lo hizo sentir mal, tanto que al poco rato y sin despedirse de nadie en la tertulia, se levantó y se fue.
* Linieros: los trabajadores de las fincas situadas a lo largo de cualquier línea del ferroca rri al Atlántico.
Su gran amigo y compinche era Amoldo Ferreto, el otro dirigente, segundo de Manuel. A ambos les encantaba ir a escondidas los sábados —el día en que recibían los pinches pesos semanales que les podía dar el Partido— a beberse unos tragos para ir después, ya “entonados”, a cualquier calle solitaria y oscura a ‘sacarse la madre’ a puñetazos, en lo que ambos se sentían mejores que Primo Camera. Esto, eso sí, hasta la vez en que llegaron a tal extremo que el Partido tuvo que ponerse serio y amenazarlos, incluso con la expulsión, si no dejaban esa estupidez.
Calufa fue el primero en tomar la palabra. —Yo les juro, camaradas, —comenzó— que si me tomo un trago más me pego un tiro.
Y aquello fue preocupante, porque todos sabíamos que era hombre muy capaz de hacerlo. Pero tuvo la fuerza de voluntad de frenar y no volver, en una larga temporada, a tomarse un trago.
Una de las veces que volví desde Chile a Costa Rica pregunté por ellos dos. De él me dijeron que estaba en Alajuela, viviendo en la casa de “sus famosas tías”. El partido le había dado tres meses de permiso para que allí escribiera otra novela.
Entonces fui allá a buscarlo y di con la casa. —,Está Calufa?
—Sí —me contestó muy sonriente una viejita. —Pero pase adelante; debe estar en el jardín.
Con sus dos tías solteronas y consentidoras vivía temporadas, y esta vez con el propósito de escribir una novela.
Pasé adelante y me lo encontré en un gran jardín, en medio de dos rosales, sentado en una rica poltrona y leyendo con una escopeta en el regazo.
—Ay, carajo, Quincho, qué desgracia que me encontraste —me dijo al ver- me—. Y ¿por qué volviste de Chile? Si estábamos todos felices sabiéndote lejos.
Le encantaba simular grosería.
—Desgraciada será tu pobre tía abuela, —le dije— que tiene que aguantarte de vago. Te manda el Partido para que escribás otra novela y no te veo ni un lápiz cerca.
—Nojodás. Así les ayudo mejor a mis tías, las pobres tienen panales y se defienden vendiendo la miel, pero hay unos hijueputas pajarillos que se comen a las abejas en mero vuelo.
—,Y qué?
—Que yo así mejoro la producción de miel para las tías, porque cada pa- jarillo de esos que veo me lo apeo de un tiro.
—Y eso es todo lo que hacés, gran vago?
—Sí, porque ya tengo planeada una novela. Solo me falta escribirla.
—Ah, menos mal que solo es eso lo que te falta.
— Dejá eso! Qué bueno que viniste. Porque hace mucho que no voy de cacería. Todavía quedan venados por el volcán Barva y si algo me gusta en esta puta vida es la carne de venado.
—Yqué?
—Que te invito a ir. ¿Cuándo vamos?
—Cuando digás.
—Ah, no sé. Cuando vos digás.
—Bueno, pero es que yo...
—Ya vas a salir con excusas. Y nos va a dar hambre. Y vos tan grandote debés comer mucho. Y yo estoy chonete, sin un cinco. Y tenés que traerme una caja de tiros bala U, porque se me acabaron con las putas abejas. Dos cajitas mejor, para que vos también gastés haciendo blancos. Y una botellita de ron pa’l frío. Y claro que también algo para la mastica, porque arriba en el volcán el frío es del carajo y se le abre a uno un apetito bárbaro.
—Y vos qué vas a llevar?
—Yo? Ah, no jodás, Quincho, si seguís de tacaño no te llevo.
—Bueno, pero ¿qué vas a poner de tu parte? ¿Los chicles?
—No, el conocimiento de la ruta, porque si vos vas solo te pegarías una perdida del carajo y a lo mejor hasta te caés distraído en el cráter y...
Y todo resultó casi así. Partimos el domingo, llegamos hasta el camioncillo y de ahí seguimos a pie hasta encontrar un ranchito. Yo ya iba medio muerto: ¡el bárbaro había hecho la subida casi corriendo! Y yo, que venía de Chile, de trabajar sentado todo el día traduciendo cables, ya ni jadeaba del cansancio.
—,Te diste cuenta? —me dijo- Bueno, paremos. Pero mañana hay que levantarse muy de madrugada, porque si nos atrasamos, cuando lleguemos al volcán va a estar ya todo nublado y no vamos a ver ni mierda.
—Y ¿en qué dormimos?
—,Quéééé?
—Que en qué dormimos.
—Por qué? ¿Te hace falta un suelo más grande? Y dormí apurado, porque hay que levantarse a las tres. Yo te despierto.
Ni disparándome un tiro al lado de la oreja me hubiera despertado. Pero cuando abrí los ojos él ya no estaba. Me quedé pereceando dando vueltas hasta que lo oí de pronto.
—Vení, Quincho, ayudame! Ya bajé dos ancas, pero ahora me tenés que ayudar con el resto.
Creo que nunca en mi vida, ni en el pasado, ni en el futuro, ni en el apodíctico sincrético, me tocó trabajar tanto como en un solo día de mi vida. Mi hermosa excursión se había convertido en una noche durmiendo, medio muerto de frío, en un suelo pelado, y en hacer de mula de carga, arrastrando unas cabronas ancas de un venado, hijo de la venada más reputa que ha habido nunca en todos estos meridianos. Pues en eso, y en nada más por suerte, consistió mi estupenda excursión de cacería con Calufa, para ir a ver el volcán Barva, que a fin de cuenta tampoco vi, porque estaba totalmente nublado.
Sí, sí, Calufa, pero no te podés imaginar cómo te agradezco esa excursión.
*
* *
Meses después me repetí otra excursión con Calufa, esta vez a pescar bobos con dinamita en el Pacuare, el río más hermoso de toda la zona Atlántica.
Y esta vez a Calufa le pasó una muy gorda.
Reconozco que es una brutalidad pescar con dinamita —me dijo—, porque matás mil peces y uno a lo más se come una docena.
Se prepara la candela de dinamita y se le amarra una tabla, para que no explote muy abajo, cerca del fondo y con poca eficacia, porque lo atenúa el peso mismo del agua. Además un fierro pesado, para que no se quede cerca de la superficie y la explosión solo produzca un enorme surtidor. Lo ideal es que la explosión tenga lugar más o menos a la mitad de la hondura.
La explosión que prepararon los dos peones que nos acompañaban estuvo perfecta. Lo sabían hacer muy bien. Explotó la dinamita y, como si el río se hubiera inflado, el agua se levantó y quedó unos segundos como un inmenso ojo de agua en el centro del río, y después de unos segundos se desplomó.
Inmediatamente después de la explosión hay que lanzarse al río de zambullida y se ven a los peces flotando, más o menos a media profundidad. Unos muertos del todo, y otros solo atontados. Para cogerlos, como casi todos vienen boquiabiertos con la explosión, hay que meterles un dedo en la boca, volver a la superficie. tirarlos al playón de la orilla y volver por otros. Algunos, que solo vienen medio aturdidos, al ir a cogerlos se te escapan.
El ejercicio es agotador. Si uno tiene conciencia ecológica, mejor no lo practique. Y silo practica piense que el pez grande siempre se ha comido al más chico, y que usted, de ser pez, estaría entre los grandes.
Por último, en cosa de pocos minutos se consigue una cantidad de peces muchas veces mayor que si se pesca con anzuelo, sin añadir que el anzuelo le debe causar una horrible herida en la boca antes de morir al pobre pescadito, que además sale a la superficie con un fierro atravesado en la misma herida.
¿Y ahora? ¿Qué pasaba con Calufa? ¿Por qué aún no salía de la poza? Comencé a alarmarme. ¿Qué podía haber pasado? Después me lo contó. Estalló la dinamita, se tiró de zambullida detrás de un pez grandote que nadaba de medio lado, como atontadillo con el bombazo. Lo siguió, le dio otro manotazo y se le volvió a escapar. Lo siguió más, ya con poco aire pero mucha rabia, y cuando ya lo tenía por fin agarrado, sospechoso de por qué la poza se había oscurecido tanto, de repente tocó hacia arriba con la mano. ¡Mierda!:
una cueva. Se había metido en una cueva. La grandísima puta, madre de todas las putas —pensó Calufa— Si en vez de tocar con la mano hubiera dado un talonazo para subir, me parto el coco.
Y nadó de espaldas hacia atrás, desesperado, con solo una pizca de aire. Y dio un último talonazo con todas sus fuerzas, pensando durante un segundo que si todavía estaba en la cueva bajo la roca: ¡Buenas noches los pastores, vamos a Belén, para acompañar al niño que se metió en un harén!
—Deja de cantar eso, hereje! ¡No viste que casi se venga Dios de tus herejías!
—;Hijueputa pescado! Ahora me lo debía comer yo solo.
Una noche tuvimos una reunión de Partido en casa de Carmen Lyra. Fue muy larga, con mucha discusión y muchos cigarrillos... Al terminar, salí con Calufa y nos fuimos caminando por la avenida sétima hacia el oeste. Había un crepúsculo de maravilla, el cielo entero era un incendio! Ibamos callados, abrumados ante tanta belleza, y de pronto Calufa dijo: —La tarde está para andar baboseando de la mano con una chiquilla. ¡Y no con vos, desgraciado!—
—No le contesté. Llegamos a la esquina —Para dónde seguís vos? ¿Por aquí?,—le dije. —No —respondió—, yo voy pal otro lado! Chao, chao.
Como un año después lo volví a ver en Moscú. Le había salido una pelotita en la ingle y fue donde un médico amigo en San José quien le dijo: No me gusta tu pelotita, yo que vos me la sacaría. —,Cuándo? —Mañana. —No puedo, tengo que partir a la Unión Soviética. Y, si tengo que operarme, mejor me opero allá. —Yo hubiera preferido operarte mañana aquí, le dijo el médico. —No, no, ya te digo que no puedo.
Viajó entonces, primero a Cuba. Ahí tenía que verse con alguno de los altos. No era fácil conseguir la cita y se pasó unos tres días esperando. Allí se le abrió el cáncer, y él mismo se lo taponeó con papel de guáter, “pa’no molestar”. Cuando llegó a la URSS, me buscaron los soviéticos para decirme: —Tu camarada tiene un cáncer generalizado, tenés que ir a verlo... Pero no demasiado seguido para que no sospeche su gravedad—. Además, pensé, él tan conversador, y si está en una sala con solo rusos no tiene con quien charlar... Fui. Ya habían llamado a Zaira, la esposa, a la cual hacía poco tiempo se le había muerto una hija. Cuando lo fui a ver, Zaira ya había llegado y no podía evitar el llanto. El creyendo que ella lloraba por la hija que había perdido en Costa Rica, la consolaba. Y lo mandaron los rusos de vuelta a Costa Rica, donde sobrevivió solo unos pocos meses. Tenía solo cincuenta y cinco años. Pero lo sigo viendo y oyendo. ¡Era un gran personaje, todo nobleza, todo valor!





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